Vivir es lo más raro de este mundo, pues la mayor parte
de los hombres no hacemos otra cosa que existir.
Óscar Wilde
Dañaba hondamente a lo rutinario la policromía de los diferentes disfraces de los habitantes de aquella divertida localidad. Y es que durante las fechas de Carnaval a nadie le importaba quién se había fingido ser hasta entonces, sino quién se era en ese momento. Por eso no podía extrañarle a nadie que la pobre Angustias, madre de siete hijos, se vistiera de solterona-solitaria-de-por-vida, cambiase sus profundísimas ojeras por pícaras sombras de ojos y se desembarazase de las cartucheras de celulitis para lucir unos desvergonzados muslos de auténtico escándalo. Era de ver cómo los opacos ojos de Angustias se colmaban de brillos y de curiosidad.
Como tampoco generaba ningún tipo de sorpresa coincidir con el anodino Severo, cuya monótona mirada gris desde lo profundo de unas cuencas en horario de ventanilla rompía ahora con convencionalismos y relojes con pulsera de piel de cocodrilo, disfrazado de explorador y endulzándole la vida a sus conciudadanos lanzando chistes a diestro y siniestro. Su aritmético bigote, además, había devenido en una perilla rala en bohemia disposición. Sin olvidar que tampoco faltó nadie para darle el biberón a Carmencita, la más longeva de la población, que cada año se excedía más en aquello de quitarse algunos años y que cambiaba los pañales para adultos por los de bebés —con nuevas y mejoradas barreras anti-escapes— y la dentadura postiza por un simpático mordedor morado en forma de oso.
Fotograma de Otelo |
Como tampoco faltó nadie que colmara de piropos a la más fea del pueblo —para algunos más bien ‘difícil de mirar’—, que había cambiado su contrahecha figura por una estampa que quitaba el hipo y su rostro inquietante por uno arrebatador. ¡Cómo se contoneaba jactanciosa y musical quien reptara a diario por las calles conteniendo la respiración y con la cabeza envuelta en un grueso pañuelo negro! También era digno de ver el mendigo Zacarías, sin su roída chaqueta ni sus deshilvanadas razones. Ese mendigo que lucía un ostentoso chaqué —presuntamente recién adquirido— y que había cambiado su cohorte de botellines de cerveza por botellas de champán y sus maldiciones lanzadas al dios Thor por la mitología griega, especializándose, claro está, en lo dionisíaco. O ver a la prostituta de la localidad, Yasmín, agarrada del bracito de su marido mientras paseaba a su dignísimo benjamín, todo vestido de azul pálido y acomodado en un cochecito clásico de esos de ensueño. Ver sus agresivas medias de rejilla, antaño dibujar dos volcánicas piernas que descansaban sobre dos largas y lúbricas agujas y hogaño convertidas en discretísimos pantalones de traje color pastel, sencillamente no suscitaba ningún tipo de sorpresa. Como tampoco alarmaba absolutamente a nadie el contemplar a Otelo echando una partidita de cartas y cambiando impresiones en una terracita modesta de las calles del pueblo con el ahora resucitado Casanova, antes cadáver ensangrentado en la cama del propio Otelo, y en compañía de la mujer de éste, por no sé qué menudencias. Daba gusto, verdaderamente, verlos charlar con esa bella complicidad a pesar del resquicio de recelo que se adivinaba en los ademanes de un Casanova un tanto pálido cuando se le acercaba efusivo Otelo para darle palmaditas en la espalda en señal de fraternidad. Aún más enternecedora resultaba la estampa de Luisa disfrutando de un desayuno soleado en el porche de casa junto a su hijo, muerto en combate. A nadie le podía sorprender que entre risas por parte de ambos, Luisa se empeñara en insistirle a su hijo en que fuese más abrigado o de lo contrario terminaría por coger frío. Al igual que no llamaba la atención coincidir con la joven pareja muerta en accidente de tráfico franqueando, a pie y cogiditos de la mano, el stop que aquel desalmado turista dijo no ver cuando colisionó contra ellos. Es maravilloso, y por lo demás totalmente sólito, observar cómo se acarician a cada tanto las cicatrices que circulan por sus rostros, como amansando a un dolor ancestral. Asimismo, no puede resultar chocante observar profundamente cuerdo al gran Sigmund, psiquiatra respetadísimo de nuestro pueblo. Resulta gratificante, aunque para nada sorprendente, oírle hablar del desarrollo de los bebés o de la familia sin que suponga un hondo sentimiento de repugnancia o de perversión, aunque es verdad que ha perdido un tanto de artística irracionalidad y de sublime capacidad para lo siniestro.
En fin, por eso debe ser que a nadie en este pueblo le extraña que el lunático soñador siga durante estas fechas emborronando cuartillas, exorcizando entuertos y enderezando fantasmas, como si el Carnaval sirviera para ratificarlo en su enfermedad, en su errática escritura de ficciones que sólo durante unos pocos días se convierte en la auténtica realidad.
Es así que, enterrada la sardina salpicada de sueños y reflejos de luz, todos volvían a dejar de ser quienes en realidad eran para volver a ser lo que nunca serían.
ENRIQUE ORTIZ AGUIRRE
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